martes, 31 de marzo de 2009

POESÍA DE ALTURA: EL «CANON» DE WALTER BEDREGAL PAZ


La poesía hecha en nuestro país es vastísima, diversa, inagotable, inalcanzable, y en muchos casos, hasta singular e inexplicable, sobre todo si hacemos un recorrido, no tan minucioso, desde la aparición de José María Eguren, (sin olvidar por cierto a Mariano Melgar, Espinosa Medrano el “Lunarejo” o la “poesía oral” recopilada por estudiosos inagotables como el mismo José María Arguedas) pasando luego por las vanguardias de inicios del siglo XX, hasta su total diversificación a partir de los años 60 de ese mismo siglo.

Ahora bien, si atendemos las propuestas de “heterogeneidad” de Antonio Cornejo Polar o la de “hibridaje” de Néstor García Canclini, entre otras; se puede armar fácilmente un corpus poético que de pronto pueda convertirse en un derrotero (como un intento más viable, digamos), que nos ayude a entender el por qué de esta riquísima orfebrería que hasta el momento representa esta vastedad, no sólo en nuestro país sino en todos los demás países donde se le conoce.

Sin embargo, y a pesar de ello, todavía seguimos siendo miopes, puesto que más allá de lo etiquetado como “poesía peruana”, y reconocido dentro del “canon oficial” (o lo establecido), también es cierto que no todo está dicho, —y probablemente jamás lo estará—, y que aún hay mucha veta (ignorada, es cierto, por ese mismo “canon”) qué descubrir, —si nos atenemos al espacio geográfico que nos identifica—. Pues bien, ese es un trabajo que nos compete a todos los que de alguna manera estamos incluidos en el pensar de nuestro hibridaje (poético digamos) y que nos negamos a que la “oficialidad sólo (y siempre) provenga desde la metrópoli”.

Además, sabiendo que muchos espacios geográficos “regiones” de nuestro pais han jugado un papel importante en el desarrollo de nuestra poética, (por ejemplo el Grupo Norte en Trujillo u Orkopata en Puno), no cabe duda que es necesario el trabajo difusor (autónomo) de cada región, propuesta desde la misma región y hecha especialmente por los focos intelectuales que cada una posee (ahora ya no hay pretextos para no hacerlo). Sólo así se podría llegar a un entendimiento partiendo desde la misma periferia de la metrópoli, y que sin lugar a dudas, nos podría inducir a un corpus verdaderamente nacional.

Y eso es lo que hasta ahora puedo entender de Walter Bedregal Paz (Tacna, 1965), quien, más allá de rebuscarle los puntos a las ies (sin ninguna intención sociológica que ayude a entender mejor el proceso del desarrollo de la poesía en Puno) en una extensa introducción (26 pp., y algo enredada por cierto), nos presenta su selección de poetas puneños bajo el título provocador de Aquí no falta nadie, libro en el que hace un breve pero imprescindible recorrido por la poesía puneña del siglo XX (incluyendo autores vivos de la actualidad).

Y es que, de alguna manera, Walter trata de establecer «La esencialidad de la poesía altiplánica peruana», a partir de lo que José Gabriel Valdivia ha propuesto como «los dos rieles del ferrocarril del sur»: Alejandro Peralta y Carlos Oquendo de Amat. Y en cuyos durmientes estarían «las voces renovadoras de Efraín Miranda y Vladimir Herrera, [ya que] sin esta doble perspectiva [sería] imposible comprenderla y peor aún percibir sus secuencias evolutivas». Y dentro de esta esencialidad, mostrar «por lo menos [esos] dos aspectos en los cuales [el poeta Juan Yufra considera], coinciden la mayoría de los poetas allí instalados. Primero expresan una poética del yo y luego una poética de la naturaleza donde el contexto y las influencias traman un lenguaje confuso a veces y, en otras oportunidades, una reflexión honda de cuestiones personales cuando no insignificantes».

Y es por esto que líneas arriba mencioné acerca «del pensar nuestro hibridaje», porque todo esto nos lleva a la reflexión, la teorización, el ensayo, ¡la creación…! Sino, entonces JGV no habría podido concluir «que dentro de la gran poesía peruana, si cabría hablar de regionalidades para interpretar la escurridiza heterogeneidad, hay tres grandes fuentes: La limeña, permanentemente alimentada por soñadores provincianos, luego la arequipeña y, finalmente, la puneña [a la que habría que aumentar la liberteña, la piurana o la amazónica]. No sólo por la cantidad de poetas sino también por la calidad de los escritos». Entonces ahora “los rieles” ya no son poéticos, sino casi geográficos y sociológicos. Así avanzamos mucho mejor.

Por ello, no quiero entrar en detalles sobre la forma de su selección, —la misma que por cierto ha causado muchas molestias, jaculatorias de circo y algunos insultos (sumado a réplicas nada constructivas) ni trascendentes (Cf. la revista Apumarka número 11 por ejemplo)—. Pienso que el antologador siempre se moverá subjetivamente, siendo motivo de disgusto para aquellos que no se encuentran dentro de sus vericuetos papilares en lo que a lo antologado se refiere. Tampoco diré si está correctamente hecha, al fin y al cabo, la antología es de Walter, y sólo él es responsable de lo que hay en ella. (Que me disculpen estos 21 sleccionados).

Y a pesar que José Luis Ramos ha dicho que Walter «desde el principio se niega a seguir el método ya tradicional de estructurar la antología en base a generaciones, sean éstas etáreas, ideológicas o de otro tipo, y apuesta más bien a imaginar una estructura rizomática en la que poetas y poemas se van integrando como un todo» la antología representa para su autor su propio parnaso; y así, sus respectivas contradicciones (necesarias por supuesto), esas «incoherencias entre el método y el resultado» de alguna manera representan la osadía periférica (recordemos que Juliaca es la periferia de Puno), —aunque pueda parecer inválida, del antologador—, que le dan legitimidad, más allá de lo suscitado a través de los comentarios (incluidos los cocachos y las tiradas de pelo) que los (y los no) antologados han hecho. Es decir, que el discurso bedregaliano finalmente y gracias a esto termina por construirse.

Al fin y al cabo, interesa más tener en la mano una selección (a pesar que pueda ser —o parecer— parcial y engatusadora), puesto que lo mejor que uno puede encontrar leyéndola, es el nombre de algún poeta desconocido, y que nos resulta interesante, como por ejemplo (y en mi caso) el de Vladimir Herrera (Puno, 1950) quien tras la publicación de un importante texto como es Mate de cedrón (lima, 1974), viajó a Europa y recorrió por Lisboa, Roma, París y Barcelona, ciudad donde vivió durante muchos años trabajando en su taller artesanal de libros de poesía y las revistas Trafalgar Square y Celos. Allí fundó la editorial Auqui y frecuentó amistades como Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique, Roberto Bolaño, Octavio Paz, entre otros.

Y ha sido grato conocerlo a través de su poesía: «Tu memoria conserva pájaros en el fuego/difícil / decirte / adiós; / Aprendemos que cada hora de enlace y separación / es el fin, / caminando por un parque sin monumentos / ni dioses (p. 109)», la que según Pedro Granados, es «tan densamente barroca […], al mismo tiempo profundamente antibarroca y, en consecuencia también, resueltamente antiliteraria. Esto se deba a que la poesía de Herrera, especialmente desde estos años […], —una vez superada su inicial ligazón con las estéticas predominantes a principios de los años 70 en el Perú—, […], aluden finalmente a un tipo de conducta: dadaísta, inconforme, díscola o comprometida; o mejor deberíamos decir: y comprometida, lúcida del mundo que a uno le ha tocado vivir»: «Te he amado y mordido / como una musaraña / ama y muerde / a la salida de su cuadra / el pedazo de sol de junio / que le toca / Gorda Calíope / Vaca Salvaje preñada por el olvido / como dice el tango (p. 114)».

También ha sido grato conocer la poesía de Eddy Sayritupa (Puno, 1974) —finalista en el último Concurso Internacional COPÉ de poesía—: «El día es una puerta inevitable. / Las personas tienen puertas y ventanas. / Tienen puertas y ventanas las personas que habitan a las personas. / Las personas con las cortinas abiertas de su pecho. / […] Levantan la mano y paran una noche (p. 227)»; la de Walter Paz Quispe (Ácora, 1969) «He plantado el silencio en la zona más profunda de la noche. Espero de ella la humilde voz de la luciérnaga. // Guardo silencio reverente y Morfeo me vigila. / Bebo del ojo de sus manantiales la vía láctea […] le / han /salido / alas / a / las / espadas / hoy / que / la / libertad / aprende / a / zurcir / los / trajes / de / su / empolvada / vejez, / y / el / amor / desnudo / viste / un / abrigo de pieles / que / la amapola / olvidó / en el invierno (p. 207)».

Y —a pesar que se ha reclamado por más nombres— los demás seleccionados (todos nacidos en el Departamento de Puno a excepción de Darwin Bedoya) son: el olvidado Alejandro Peralta (1899), Carlos Oquendo de Amat (1905), Efraín Miranda (1927), Omar Aramayo (1947), Percy Zaga (1945), Gloria Mendoza Borda (1948), José Velarde (1954), Boris Espezúa Salmón (1960), Lolo Palza (1964), Alfredo Herrera Flores (1965), Simón Rodríguez (1969), Fidel Mendoza (1972), Gabriel Apaza (1969), Erdi Flores (1970), Darwin Bedoya (Moquegua, 1974), Luis Pacho (1969), Rubén Soto (1974) y Filonilo Catalina (1974); todos elegidos por alta solvencia y “diversificación”.

Finalmente quiero seguir insistiendo en que una buena antología jamás estará mal seleccionada, (por ello jamás será “incompleta”), y eso muy bien lo sabe el autor de Aquí no falta nadie. Eso sucede porque existen muchos criterios para hacer una: ideológico, temático, teórico, geográfico, generacional, por género, etc. Y si de alguna manera se le considera así, simplemente hay dos formas de rebatirla: no hablando nada de ella, callándola para siempre; o de lo contrario confrontándola con otra mejor y, —aunque insisto, nuevamente en que no existen antologías mejores—, demostrando con otras herramientas cómo debe hacerse (o algo parecido).

De paso, así generamos más espacios para el diálogo y la discusión, lo necesario dentro de aquella dialéctica que sirve para hallar el entendimiento. De ahí que no hay nada que reclamar a Walter. Dirán los “enemigos”: ¿Quemar el libro?, ¿recomendar que no se compre, o no se lea? No, nada de eso, pues parafraseando lo que le dijo desde París César Vallejo a uno de los seleccionados: la antología ya está caminando, y «lo demás está en los estantes y eso nos tiene sin cuidado».

Aquí no falta nadie, 302 pp.
Walter Bedregal Paz
Juliaca, Grupo editorial “Hijos de la lluvia”, 2008.

sábado, 14 de febrero de 2009

EL REALISMO TRÁGICO DE ALAN MILLS


Gabriel García Márquez había considerado que el «realismo mágico» era la única forma de trasladar fielmente la realidad latinoamericana a la escritura, ya que lo «mágico», según él, —aunado, además, a lo «barroco»— sirven para que una obra literaria —en este caso la de Gabo— sea verosímil, es decir, que la narración sea tan o más real, desde el punto de vista de que lo real, “tiene existencia verdadera y efectiva”.

Sin embargo, hubo una generación posterior que pensó que esta escritura «real maravillosa» de García Márquez no era definitivamente verosímil, ya que en las mismas narices de Macondo, existía un país ensangrentado en la violencia, tanto por parte del mismo Estado como por las Fuerzas Armadas y el terrorismo, la que aunada al narcotráfico y ésta, a su vez, a la miseria, el pandillaje y el sicarismo de las grandes urbes, hacían, no sólo de Colombia, sino también de casi toda Centroamérica continental, un territorio sangriento y terrible, casi imposible para seguir habitándola.

Es así que los nuevos escritores (como el colombiano Gustavo Bolívar) crearon lo que luego llegó a conocerse en la literatura latinoamericana como «realismo trágico» —aquí, literatura de los años de la «violencia política»—, pues ésta estaba totalmente desligada de esa excesiva verbosidad, y sin los efectos dramáticos con los que se subrayaba, en las antiguas novelas, lo que se pretendía trágicamente superior, puesto que en sí, lo trágico (violencia, y sólo violencia), finalmente, era el asunto que el novelista del «realismo trágico» quería retratar en su obra.

Y es desde esta perspectiva que Alan Mills (Guatemala, 1979) —utilizando los recursos del lenguaje popular y una «retórica callejera»—, nos da cuenta de la “realidad” de su país y parte de los extramuros centroamericanos (como la frontera mexicana por ejemplo): «me violaron pero quién me va a creer, pinche puta que soy, me levantan, conmigo está su purrún, su chinique, en este pellejo les gusta divertirse y apagar sus cigarritos, en serio que siempre me sentí fea, bien hecha mierda, y ahora estos cabrones viene a decirme: mire manaíta usté tranquila, en gustos se rompen géneros y en petates buenos culos, ve qué de ahuevo, por tanto daño apenas y me acuerdo de lo que decían, […] cómo miarde adentro, igual yo sólo les aviso que ya estoy panzona, cerotes, y que a este hijo le voy a poner carlos julián porque son los dos nombres que recuerdo: dale duro julián, pasala carlos, hacela mierda, te toca julián, sí, dos nombres nomás, pero yo sé que sus tatas fueron al menos cinco, tal vez seis chantes culeros, ay, noche más pisada, si los miro me los quiebro, juro que nunca voy a dejar que te digan hijo de la gran puta, no mijo, no mi carlos julián (p. 10)».

Y es también con esta impronta coloquial, latente en casi todo el libro, que Mills pretende ser cosmopolita —y posmoderno a la vez— para, sólo así, poder comunicarnos el retrato de una realidad social absolutamente violentísima e inhumana. No en vano el filósofo argentino Tomás Abraham postuló el concepto de «realismo trágico para dar una idea del modo en que los nuevos tiempos incidían en la conducta de la gente»; y, puesto que este «realismo moderno no depende de dioses, sino que es un realismo del cálculo de las cosas, pero con un perito mercantil alado (T. Abraham)», —es decir, del libre mercado con su ángel salido de ese capitalismo salvaje del que hablan los marxistas— el discurso trasciende, justamente en una postura casi sociológica más que literaria.

Ahora bien, dado que «los nuevos sujetos del poder son los capitales (Ibíd.)», al fondo siempre quedan los excluidos, los sin tierra, los que no tienen casa ni palabra, y, sobre todo, los inocentes; por eso Mills nos dice: «conozco otro pueblo, uno donde los niños ríen al caer la noche, están bien muertos pero risa y risa, travesiean con los chuchos que nunca tuvieron, se han echado encima una sábana de tierra que saben quitarse para soltar sus barriletes etéreos […]; sólo el ruido interpretaría con soltura la cantidad de silencio que expele una aldea fantasma, por eso la risa confiada de los niños al anochecer, por eso juegan entre el limo y no miran su sangre, esto va a persistir, nuestro destino es manifiesto, lo dice con llanto el Corazón del Cielo (p. 11)».

De ahí que, dejando todo atisbo de artificio metafórico, y por comedido que este ejercicio sea, el poeta utiliza atajos de rudeza, para que, de esta manera, no se altere la traumática realidad que crudamente evoca: «una tarde hermosa, afuera, en la pila de lavar, miré sin querer a cierto pariente mío ultrajando a la muchacha que enjuagaba la ropa, quedé paralizado, iluso quise imaginar algún alivio para ella, no era mucho el ruido, su boca mordía un trapo medio mojado que irradiaba dolientes burbujas engarzándose desde ahí hasta los cielos más desconocidos (p. 20)».

Sólo así, —en esta (y con esta) violencia explícita—, el poeta logra obtener una “pérdida repentina del conocimiento y de la sensibilidad” para postular un origen, es decir, referirse al sexo, (en un proceso de degeneración, en todas sus manifestaciones, tanto consentida como forzada) como una constante primigenia de la violencia, como si a través de él se engendrara todo atisbo de violencia; por ello el sexo se vuelve un trauma: «esas mujeres con sus vulvas chispeantes: flores del mal para este ensueño que muere (p. 21)», del que uno no prevé consecuencias: «por donde debiera pasar el tren no anda tren ninguno, ahí más bien desfila la sífilis, el vih, las diosas del papilomas y demás, ningún piano blanco en esas casuchas de orillera, ningún libro de cabecera para estos galpones polvosos, nuestros vagones abandonados anuncian que nos fracasó el hierro y de noche me siento ciudad no realizada transpirando a través de las llagas de sus putas, esqueleto vacío de volarse en su carne perdida (p. 14)». Es así como desde el inicio del texto hay una especie de autoinculpación: «me voy manchando, cualquiera diría esta noche no floreceré, toda calentura ingresa por un halo de luz desvanecida, tal música oscura y genética, mi situación presente no permite que me conmueva, iré sin freno hasta el fondo, cómo no voy a desear este desahogo si me enredo en la dislalia, quiero un habla, esta tensión es la única cosa que se suaviza en la medida del viaje (p. 9)», la misma que junto a todas estas imágenes truculentas de este «extraordinario poema de una violación permanente y, a la vez, una de las muestras más feroces y alucinadas de la gran poesía latinoamericana de hoy (Raúl Zurita)» descritas en 19 páginas terminan por enfermar, digamos traumar, mentalmente al protagonista: «doctor, doctor, / voy a contarle algunas cosas, / COSITAS / que quisiera olvidar pero no puedo (p. 29)».

Síncopes, 36 pp.
Alan Mills
Lima, Editorial Zignos, 2007

lunes, 12 de enero de 2009

ANIVERSARIO, NUEVA TEMPORADA, ALGUNOS CAMBIOS Y SOBRE UN COMENTARIO


Ha transcurrido exactamente un año desde que inicié este Blog. Y hasta ahora no he publicado nada que no haya sido una reseña. Pensé que podía mantenerlo semanalmente, pero en 365 días sólo he podido publicar 13 reseñas (más 2 que “colgué” en “La torre de las paradojas”). Qué terrible. Sin embargo, varias de ellas han ido (con permiso o sin él) a hospedarse (ventajas, claro está, de la autopista de la información, donde no existe un lugar “físico” de residencia) en otros Blogs tales como: 500 ejemplares, Editorial Zignos, Sol Negro (1 y 2), Revista literaria Azularte, Cascahuesos Editores (1 y 2), el Blog de Walter Bedregal, Aquí no falta nadie, La letra nostra y Revólver (a cuyos responsables de alguna manera agradezco) y, además, en un par de revistas impresas.

Y justamente, buscando en Google, encontré la reseña que le hice al libro Las hijas del terror de Rocío Silva Santisteban hospedada en el Blog La letra nostra en donde además Rocío ha comentado —valga la redundancia y a manera de descargo— esta reseña. Supongo que ambos —y sin “mala leche”— hemos quedado ingenuos, (a pesar que dice que yo lo hice prejuiciadamente (o prejuiciosamente). Por ello, y demostrando que no hay “mala leche”, hago un Ctrl+C para que aquellos que siempre me visitan también lo lean:

«Rocío dijo...

No entiendo por qué, hasta ahora, los comentarios sobre este libro van por el lado: ¿qué puede decir ella, de clase-media, sobre lo que sufrieron las mujeres durante la etapa del conflicto armado interno?, y me llama la atención porque, precisamente, puse el parche antes de que salte el volcán, y creo que quizás sea ese precisamente el error del libro: haber escrito ese frontis confesional del que se agarran los críticos para comentar sobre lo mismo... Tú repites lo que escribió Agreda, eso sí, con más citas de versos debo reconocer. Pero, claro, tus citas fuera de contexto, y con el contexto que tú les justificas siempre en función de eso que el libro no tiene, pero que te empeñas en buscar, parecen descolocadas. Comienzas el texto con una frase lapidaria que es la entrada para los lectores: “sin mayores méritos”. Luego me tildas de “ingenua”, “pretensiosa”, “demagoga”, “populista”, y más adelante citas el poema BAvioLADA que es sobre una violación múltiple en un contexto de violencia extrema para decir que es una acercamiento estético a la telenovela mexicana donde la mujer se victimiza. Buenoooo... cada crítico tiene sus lecturas, la única diferencia es que ahora, felizmente, la propia autora puede poner su comentario on-line, algo alucinantemente inusual. La verdad que tu lectura me parece muy prejuiciada por la lectura de Agreda, pero en fin... quizás sólo estoy “tocada”. Por otro lado, y como me das ese cínico consejo sobre trabajadoras del hogar (¿con tu ingenua doble intención hacia la mujer-de-clase-media-que-debe-tener-empleada-doméstica?) te diré que hace más de dos años he escrito mucho al respecto, y lo puedes leer en crónicas que he publicado como parte de un proyecto de AVINA. Y las mismas trabajadoras del hogar tienen algunos poemas al respecto que, de hecho y siguiendo tu lógica, te deben parecer “auténticos”. De todas maneras gracias por el comentario, el libro no ha circulado mayormente gracias a la inoperatividad del sistema de distribución de libros de PETROPERU, y por eso, cualquier comentario al respecto, aún con mala leche, se agradece. Y sin resentimientos.

Rocío SS (30 de diciembre de 2008 6:22)».

Creo que más allá de “malas leches”, “prejuicios” e “ingenuidades” todo esto es un constante aprendizaje, sobre todo para mí que intento construir un imaginario de todo esto que conocemos como “Literatura peruana”, o simplemente “Literatura”, y de una manera más dura, si se quiere, y desde la otra orilla; ya que ésta, a partir de la desaparición de Antonio Cornejo Polar, se ha vuelto muy escasa en nuestro medio. Por ello, a partir de ahora, además de las reseñas, este espacio también me servirá para publicar ideas, reflexiones, inquietudes, dudas, etc., etc.

Y siempre “on-line” y a vuelo de pájaro.

Y después de apagar mi primera velita, quiero agradecerles a todos Uds. que siempre me visitan (aproximadamente 11200 veces hasta ahora). Y, también, agradecer al Blog por los amigos que a través de él he conocido en el transcurso de este año: Paul Guillén, Francisco Ángeles, Denisse Vega Farfán, Walter Bedregal y Carolina Lozada.

Gracias y… ¡Seguimos!

miércoles, 31 de diciembre de 2008

LOS ARCANOS DE IGNACIO INFANTAS MOSCOSO


En la década de 1990, el movimiento poético en Arequipa no tuvo mucha resonancia, ya sea por la poca actividad de los grupos literarios de aquel entonces, así como también por las pocas publicaciones que en esa época aparecieron. Sólo fue a fines de esa década que el panorama cambiaría totalmente, y específicamente, en 1998, cuando aparece un extraordinario libro del poeta Juan Yufra Búhos escarbados (Arequipa, Ediciones del Triangulo) como un anticipo, a lo que, más adelante, se convertirá en uno de los movimientos literarios más fuertes que aún se mantiene hoy en día, aunque no con tanta euforia como en los primeros años del nuevo siglo, a pesar de que estos espacios han sido ganados por nuevos grupos y novísimos nombres que todavía persisten.

En esa escena harían su aparición los poetas Filonilo Catalina, Álvaro Fischer, Lenin Velarde Paredes, Juan Zamudio, Luis Ormachea, José Córdova, Marleni Portugal, Carlos Quenaya, Óscar Saldívar, Jimmy Barrios, Martín Zúñiga, Rubén Soto, Heiner Valdivia, entre otros, quienes a medida que pasaba la primera mitad de la nueva década, fueron dejando interesantes trabajos entre publicaciones de revistas, plaquetas y textos.

Uno de los casos interesantes y a la vez distinto de los demás fue el caso de Nacho Infantas Moscoso (Cusco, 1980), que con Piel de Arcano (Arequipa, Lago Sagrado Editores, 2003) sorprendió por ese trabajo silencioso en donde, según José Gabriel Valdivia, «elogia la existencia de la palabra por sobre todos los elementos del mundo y las cosas humanas, [con] versos introspectivos que recalan en una metafísica de lo orgánico y lo estético».

En esa época Nacho Infantas estaba ligado a un grupo de estudiantes de Derecho de la Universidad Nacional de San Agustín: Grover Alberto y Aldo Ramos Palomino, así como del poeta Carlos Tapia de la Escuela de Bellas Artes, los mismos que se arremolinaron en torno a la revista Caleidoscopio. Sin embargo, sólo junto a otros compañeros de ruta provenientes de Ingenierías y Filosofía se logró gestar en esa época los recitales y las publicaciones de diversas revistas y plaquetas.

Sin embargo, pocos fueron los libros que se presentaron, y algunos comenzaron a circular apenas salían de la imprenta o la fotocopiadora. Y Piel de Arcano tuvo este último proceso. Con colofón del poeta Jimmy Marroquín Lazo, el libro de «una remota, contenida cadencia legendaria […], cuyo despliegue estructural se inscribe fecundamente en la moderna tradición boudelaeriana de obra de arte: supresión de efectismo incontinente, de la imagen episódica y del artificio sintáctico, en provecho de una solvente sugestión polisémica» se fue distribuyendo casi a ocultas, como una “ceremonia” o un “arcano” prohibido.

En este libro Nacho Infantas hace una introspección alegórica a la palabra, como ente creadora y totalitaria a través de un «núcleo temático que gira en torno al cuerpo no sólo como un espacio erótico sino también como un modo para indagar sobre la existencia humana y la misma poesía, sobre la vacuidad de la palabra (Rosa Núñez & Goyo Torres)»: «Este cuerpo, / no destruye, no contamina, resbala ígneo entre los átomos […] NO ES / un territorio conquistado, […] es solamente la piel aún desierta / de la palabra que te encierra (p. 7)».

El lenguaje, en sí, es el génesis de todo lo que existe: «escribo en el silencio de la página / “Amanecer” / y amanece… (p. 8)», «ERAS / Ese improvisado Dios / Que se llenaba sus días / Haciendo frágiles hombrecitos / A su imagen y semejanza… (p. 16)», lo demás «reposa, / se abandona a la marcha de la noche / como la marcha fúnebre de millones de insectos alados (p. 25)», por ello «Sería conveniente / morir / como mueren las plantas, como muere / el musgo […] Desaparecer / o transformarse (p. 41)», para descubrir «que todo este paisaje / es sólo una palabra / siempre fue una palabra (p. 43)» y que, si de pronto, todo despareciera, persistiría como dice Infantas, lo que más nos identifica: «AL FINAL» quedaría «LA OSAMENTA / OBSCURA […] DE UNA / PALABRA (p. 45)».

Y es, justamente, la palabra, la que se convierte en un escenario tangible sobre el cuerpo mismo, en donde los órganos, las supuraciones y los fluidos corporales, adquieren, por decirlo así, una conciencia que reclama una visceralidad de lo humano, desarrollando un lenguaje a veces lírico y otras épico, y con una intensidad, además, inalterable. Pues volviendo a Marroquín, «todo ello, por supuesto, expuesto en un lenguaje proteico, cuya potencia radica en su aleatorio tono lírico y épico, de matices celebratorios y revulsivos»: «Escila en tu frente / Eros en tu piel, / la nave, la destrucción, / la curación, / sobrevivimos atados / a los remos (p. 42)».

Han pasado 5 años desde que apareció este libro, no he vuelto a saber de más producción de Nacho salvo un extracto de Pálida arca de insectos que ha merecido recientemente una mención honrosa en el “II Concurso Literario de Cuento, Poesía y Ensayo Breve 2008” del semanario El Búho. Sin embargo, hay que estar muy atento y esperar con más expectativa un nuevo texto de Infantas, puesto que este “novísimo” es un buen referente de la reciente poesía que ha aparecido en nuestro país apenas iniciado este nuevo siglo.

Piel de arcano, 48 pp.
Nacho Infantas Moscoso
Arequipa, Lago Sagrado Editores, 2003.

lunes, 1 de diciembre de 2008

UN MISIL PARA JOSÉ GABRIEL VALDIVIA


En la segunda solapa del libro Postales, Max Alhau se pregunta “¿Qué escribimos en una postal? Unas palabras para decir la belleza de un paisaje o palabras para saludar al destinatario. En cierto modo escribimos para dar breves y buenas noticias”. Y yo creo más bien que José Gabriel Valdivia (nacido accidentalmente en el Callao en 1958), escribe estas postales para “bombardearnos” de imágenes, de música, de ternura, de mensajes, de versos exuberantes enlucidos de un tono casi oriental, y redondeados, de tal manera, que uno se deleita al terminar de leer cada postal-poema, de este libro.

Y cuando digo “bombardearnos”, no me refiero a una comparación con la excesiva y pretenciosa prosa narrativa de César Gutiérrez, sino más bien me refiero a lo que el poeta Carlos Quenaya dijo hace poco en una reseña sobre el libro; es decir, me refiero a un bombardeo producto de esa “abundancia de la brevedad”, abundancia que es a la vez paradójica puesto que el texto está compuesta por 56 poemas (incluidos el prólogo y el epílogo) y todos compuestos de un minimalismo reflexivo, pues cada poema a las justas contiene apenas entre 2 y 6 líneas.

Por ello, este libro dista mucho de la anterior producción de José Gabriel Valdivia: dista mucho de Grafía (1984), de Versolinea (1985), de Al filo de la gravedad (1987), de Flor de cactus y otras espinas (1989), y dista mucho de todos estos libros transformados en Funesta Trova (2003), porque aquí José Gabriel Valdivia utiliza todos los mecanismos de ese “trabajo doméstico incansable del prodigio humano y constante ritual cotidiano” (véase la contratapa escrita por el mismo autor) pues, utiliza todo el prodigio creativo cuando agarra la palabra y la convierte en “un desagüe donde la rosa nace crece pudre copula y perece como la hierba y el agua” (así está escrito).

Por ejemplo, cito la postal 11 de la página 69 de la sección Madrigales y que lleva como título-colofón (lo que vendría a ser la firma en una postal) “crisis climática”: «Antes buscábamos la lluvia las calles los parques para humedecer mis labios mojar tus cabellos y quitarnos los zapatos // Ahora buscamos la casa el gorro el paraguas la oficina o el portal de la plaza antigua para darnos un beso secar las ropas y borrar los pasos». (Fin).

Como se habrán dado cuenta, lo que dije de esa diferencia de Postales con sus libros anteriores es totalmente correcta y se halla notablemente expuesta en la misma poesía. Y aquí, José Gabriel se vuelve un camaleón para entregarnos algo parecido (o muy cercano digamos) a lo que los horazerianos de la década del 70 del pasado siglo reclamaban para la escritura, lo que, finalmente, llamaron como poema integral, es decir que la escritura de la poesía tenía que ser un poema, un relato y un ensayo a la vez, pero ahora sumado a una nueva cotidianidad —digamos, el espíritu de la época— y marginalidad del autor.

Y efectivamente, el poema que leí hace unos momentos, tiene mucho de poesía, y a la vez tiene mucho de microficción, o, en última instancia, puede inscribirse dentro de lo que se denomina como microrelato.

Por lo demás, postales termina siendo un hervidero de ensayos que van desde los acercamientos a la poesía oriental, (lo digo por esa sencillez y llanura, lo que a la vez se convierte en los límites mismos que presenta una postal) como por ejemplo cuando escribe «Entre dos orillas bala el río / Entre cuatro paredes corre el hombre (postal 2, sección Ecológicas, página 49)»; o por diversos matices u homenajes, (una especie de/o diálogos escondidos digamos) con Vallejo (por el dolor y la tristeza), con el Westphalen de Belleza de una espada clavada en la lengua (por la reflexión y el verso escaso) o Martín Adán (por la pureza); con este último por ejemplo nos dice: «Por más agua que la roce / bien sabe la rosa / que en florero no crece (postal 7 “égloga 1”, sección Ecológicas, página 53)».

Bueno, quiero terminar esta pequeña intervención saludando a José Gabriel, por este libro, por estas Postales, por la poesía misma, y sobre todo por esta persistencia, por que además es uno de nuestros grandes amigos. Pude haber dicho más cosas acerca de este libro, pero como éste es un “exceso de brevedad”, también quería que esta intervención peque del mismo discurso, y luego, si es que es posible, escribir otra reseña breve, y luego otra, y otra, y otra, así, hasta completar por lo menos 50 intervenciones breves, ya que, lo que no es breve supongo que vendrá más adelante en un bar con muchas cervezas o una botella de pisco.

PD: Lo último es sólo simple ironía. Gracias.
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*Este texto fue leído el día miércoles 26 en la presentación de este libro.
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Postales, 86 pp.
José Gabriel Valdivia
Arequipa, Cascahuesos Editores, 2008

lunes, 3 de noviembre de 2008

CUCARACHA EVOLUTIVA, O SEGUNDO ROUND DE FILONILO CATALINA

Según algunos etólogos y algunos semiólogos «catastrofistas», la tesis de la pronta extinción del ser humano en el planeta se dará gracias a una rápida involución que todos los seres humanos estamos sufriendo a partir de los años cuarenta del siglo anterior; pues, aparte de la tecnolatría y el desinterés por darle un nuevo sentido a nuestras vidas; existe una constante y es, la de que, todos nosotros estamos dejando de utilizar progresivamente nuestra masa cerebral en su función en el quehacer diario: pensamiento constructivo, ideas, búsqueda de conocimiento, búsqueda del bienestar, etc.; y observando nuestra actitud vil, y todas nuestras perversidades —una de las cuales es la autodestrucción—, seguimos utilizando el primer cerebro que nos dotó la naturaleza —el reptiliano—, y no el tercero o moderno —también llamado neocortical—, con el cual daríamos un paso avanzado en nuestra evolución y, de esta manera, continuar habitando sin ningún problema este planeta.

Recordemos por ejemplo que ahora, según los «inoportunos» psicoanalistas lacanianos, el hombre (como sujeto) vive su «goce» sin ningún tipo de prohibición, ya que por un lado, hay un acento muy importante en la imagen —a través de las telenovelas o los realitishows por ejemplo—, y el mundo es un espectáculo; y por el otro, también hay un empuje a la lógica del mercado —orientado al consumismo «brutal»— ya que éste tiene un objeto para su «goce» y por eso ahora —al sujeto— le está prohibido no gozar.

Sin embargo, parece imposible, —dicen los menos pesimistas— pero está sucediendo; estamos enterrándonos en nuestra «misma mierda» para darle paso a una siguiente especie que dominaría este planeta en los próximos miles de años: podrían ser las ratas (siempre creyendo todavía en los mamíferos) o podrían ser las cucarachas, puesto que son las especies que no han sufrido cambios —o en todo caso, no ha sido mucha la diferencia—, y por el contrario son especies con mayor facilidad para adaptarse en cualquier medio ambiente, siempre cambiante.

Por ello, el título La canción de la cucaracha, segundo trabajo que publicó Filonilo Catalina (Coaza - Puno, 1974) en el 2003 (el primero fue Memorias de un degollador en el 2000), suena muy sugerente como un preludio a la próxima era en el «supuesto» de que el hombre pase a ser parte de la arqueología y de algunos «museos extraños» de la historia de este planeta (claro, si es que de alguna manera logra fosilizarse), y también es un prólogo alentador para este despreciable insecto y, a la vez, un epílogo nostálgico del hombre.

El texto, en un leguaje coloquial —distinto a ese británico modo de decir las cosas que se implantó a partir de los años 60, sobre todo en Lima, y más bien sujeto a la impronta de esa otra vertiente, la del «lenguaje callejero» de la poética de los años 80—, está cargado de matices oquendeanos imperceptibles, con un lenguaje irónico (como en algunos poemas de Pedro Escribano por ejemplo), a veces crudo y, otras veces, directo; está dividido en dos partes: pop esía, subtítulo también sugerente por la contextualización de nuestra época; y la canción de la cucaracha, parte más amplia y, a la vez, con poemas más extensos.

Pop esía como parte primera, además de tratarse de un libro corto de poesía amorosa, es a la vez un indicio acerca del “popizado” (facilista, massmediático y consumista) movimiento actual en la que se mueve el hombre primer-mundista y sobre todo la juventud actual de cualquier parte del planeta, especialmente, la que vive en las grandes metrópolis del globo. Versos como «(soy el que) cuenta / mientras su mujer queda desnuda y tibia como la mitad de un pastel en otra cama»; «tu recuerdo (es) molestoso como un perro dando vueltas alrededor de mis pies», aparte de su aparente digeribilidad, dado el tono conversacional, representan metáforas estructuradas que en el fondo guardan muchos significados anfibológicos diseminados en todos los poemas cortos, la mayoría, muy bien logrados tales como “poema inservible”, “poema para un escupitajo”, y los más extensos como “poema para no encontrarte conmigo”, “poema para que no te acuerdes de mí”, entre otros.

Mientras que en la siguiente parte la canción de la cucaracha, nos topamos con un conjunto de poemas de carácter puramente social, con dedicatorias póstumas y conmemorativas a César Vallejo, María E. Cornejo, Manuel Scorza, César Calvo, Martín Adán, y un merecido homenaje vivo —a través de uno de los mejores poemas de este texto— al poco reconocido superrealista urbano Juan Cristóbal.

Con más crudeza que el anterior, el autor, nos hace ingresar a su mundo poético con un poema donde la comparación hombre-cucaracha está latente, refiriéndose a la estupidez del primero, con parte de la estrofa de una celebre ranchera: «la cucaracha (bis) / ya no puede caminar». Y es no sólo por el contenido de la letra, sino por el significado que ésta encierra. “Poema celeste”, “poema para la muerte”, “hablando con mi go”, “poema a manera de descargo”, “poema para Juan Cristóbal” y “X” (que es una reivindicación de un verso de Manuel Scorza: contra el viento el poeta nada puede), son muestras claras del talento de Catalina.

Sin embargo debo aclarar que, más allá de ese trabajo antojadizo y redundante (como el pop) en anteponer en los títulos la palabra poema, el texto me parece incompleto, pues es de corto aliento; y lo digo por el talento que este novísimo poeta tiene (ganador de muchos premios, entre ellos el COPÉ de bronce en 2005 y dos veces ganador del concurso organizado por el semanario El Búho).

Al terminar de leer el texto, nos deja con las ganas «consumistas» de seguir leyendo más poemas; y aunque por ahí se dice que “de lo bueno, poco”, esto es sólo poesía; y aunque al final el autor trata de enmendarse a través de la inclusión de un cuento corto, y algo poetizado, éste debería salir del texto por pertenecer a otro género. Creo que es un punto de quiebre en la estructura general del poemario, y la intención del autor, —supongo— no creo que sea hacer de su libro un collage.

Por lo demás, y aunque —lo de arriba, sólo haya servido como pretexto para hablar de este libro (o viceversa)— el texto no escapa de lo temporal por sus referencias a nuestra época, aunque es más seguro que sólo el buen lector —ávido y con ganas de apreciar más poesía—, se encargará a su manera de desviscerar el texto.

La canción de la cucaracha, 32 pp.
Filonilo Catalina
Arequipa, Triángulo ediciones, 2003
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*Una primera versión se publicó en la revista Ablaciones números 1 y 5
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viernes, 26 de septiembre de 2008

EL ESTADIO TRASHUMANTE DE SALDÍVAR


¿Cuál es el paradigma más relevante de la posmodernidad?: El fin de todos los paradigmas de la modernidad. Y es este descreimiento el que ha hecho que se convierta en el único paradigma visible (e invisible), debido —paradójicamente y en plena globalización, como diría Zygmunt Bauman—, a un «proceso implacable de Individualización», (proceso que también es a la vez “brutal” y “perverso” para el que persiste en una estructura mental todavía moderna), por el que, se afirma, ahora el ser humano está a la deriva, o que, en todo caso; hay una especie de naufragio de la especie (de ahí que no existe otra forma de explicar la enorme cantidad de libros de autoayuda, superación personal o exitismo, etc.).

Y es con este estupendo título Edificaciones trashumantes (segundo poemario de Saldívar cuya primera versión apareció en plaqueta en 2005 bajo el nombre de Hábitat trashumante y bajo el sello de la desaparecida Grita ediciones) que Oscar metaforiza —y poetiza internamente— todo este avatar, las grandes incertidumbres de la actualidad, y esta avalancha de desencuentros rápidos (recuérdese que esta época, entre muchas otras, es también la de la velocidad): «Esta osamenta / Pagana e insepulta / Es una fábula / Una balsa que agoniza // Esta resistencia / Multiplica el desencanto / Es una isla que se hunde / En el vómito y el desmayo // Esta vestimenta / Son parches que he cocido / Para esconder tanta precariedad y hondura / El escenario incesante de las pasiones y las cenizas (poema I, p. 11)».

Como dice el poeta Lenin Velarde Paredes «Saldívar lleva todo su discurso por este mundo de las insatisfacciones y tormentos, […] [con] versos que nos manifiestan ese estado de insatisfacción, de sobre interés acerca de lo que le molesta [de lo] que parece ser una realidad [en] la cual estuviese obligado a vivir». Y es quizá de esta forma que el poeta nos recuerda que la poesía, aún en nuestro tiempo, también nos sirve para decir estas cosas.

Fue desde mediados de 2001, cuando, entre lecturas e intercambios de poemas; impulsando junto a otros amigos (Luis Ormachea por ejemplo) la llamada movida orgiástica en los patios de la Escuela de Literatura de la UNSA; y luego de publicar, en 2002, su primer libro Hemiplexia (y titulado más tarde como Sangría); quedó la impresión —y a pesar de algunos quiebres beatniks—, del devenir de una posterior y buena escritura. Este libro lo demuestra. Y ahora, como dice LVP, «se muestra (contrario a sus contemporáneos) como una exposición de madurez y talento que se adquiere con las lecturas y el paso de los años. En todas sus páginas el autor intenta devolver todas aquellas vivencias a una reinvención plena de interesantes metáforas y un discurso que reflexiona sobre el trágico diario existir».

Sin embargo, Oscar no representa ningún icono de escritor (o poeta) posmoderno (estratega del pastiche, de las máscaras o el discurso pop) como tal vez se intuya; más bien como un buen sujeto, hijo de la modernidad; observa, analiza y reflexiona, pero no desde ese estadio (el moderno), sino del actual; y a su vez, como dice el poeta Juan Yufra, «emplea esas herramientas premodernas como la soledad, la angustia para elaborar un discurso cuya búsqueda dialógica recrea una voz que a través de recursos reflexivos enlaza la desmesura de la cotidianidad con la precariedad de ese ser que observa el mundo desde la periferia […] [poniendo] de manifiesto esta realidad paralela que se incrusta en las palabras».

Y estas reflexiones las interioriza, las experimenta como tal —y en su propio cuerpo—, para poder decirnos: «Mi cuerpo es una huella / Circunstancia precaria / Una constelación de algas / Transfiguraciones extenuadas / Arcano devastado / Una colina en ascuas / Nubes anaranjadas / Dunas anaranjadas / Hueso y trashumancia / Exhuberancia profana / Transido, quebrantado / Una isla de cáscaras / Y muelles esteparios / Los caminos diluidos / Sed y lágrimas / Perpetua encrucijada / Úlcera vómito repugnancia / Residencia inusitada / Estructura incuestionable / Como los continentes / Como los mares / Sustancia pletórica / Espacios de sangre / Mis ojos calcinados / Mi cuerpo disperso en las profundidades del aire (poema XIX, pp. 47-48)».

Por ello, acierta José Gabriel Valdivia cuando afirma que este libro es «un texto-símbolo del nuevo espíritu de época que recorre la ciudad», (cualquier ciudad, agregaría yo), pues «con mucho desenfado, arremete contra las nuevas cargas de dolor que la posmoderna civilización encomienda al hombre». Sin embargo también hay una búsqueda dialógica representada en ese “espíritu de época”; ya que Saldívar, después de todo, no está siendo más que construir un testimonio de la época que le está tocando vivir, ya sea con la racionalidad del siglo de las luces, o con «Esa imagen frenética de andar violentos / Ensayando la semejanza brutal e inquietante / Estar tentando dónde caerse muertos (pp. 15-16)».

De ahí que es notoria también la impresión de estar buscando un nuevo modo racional para interpretar esta época, a pesar, como dice el poeta, del «ejercicio ordinario / De vivir / En el circuito quemado / De artificios y artefactos (p. 31)»; preguntándose «En qué territorios reposa la memoria (p. 13)», «En la intemperie (p. 27)»; cayendo luego en el desconcierto y/o la frustración, como hombre posmoderno, que desea «Sólo desaparecer / Abandonar la estación de los años / Como el agua de las nubes / Seguir el tránsito natural / Ese naufragio / Que está matándome (p. 25)» cayendo luego en el absoluto hartazgo: «Hoy me levanté nublado / No insistan (p. 39)».

¿Qué más podemos agregar sobre el texto?, quizá su cortedad: sólo 19 poemas (la mayoría también cortos); cuyo trasfondo también es posmoderno (por la brevedad y el consumismo), y esa sana ligereza para describirse a sí mismo: “Nació un buen día de 1980 en Arequipa”, “ha sabido hacer buenos amigos” y “actualmente enseña en un colegio. Le gusta ir al cine por las tardes y tomar chocolate”; etc. Sí pues, —y terminando, repito las palabras de Juan Yufra— «Saldívar ha dejado de ser impetuoso, ya no erra por el exacerbado contexto de su subjetividad. Ahora es peligroso, es poeta».

Edificaciones trashumantes, 53 pp.
Oscar Saldívar Bolívar
Arequipa, Cascahuesos Editores, 2007.


Una primera versión fue publicada en la Revista Fosa Común, agosto de 2008.

Más sobre el autor: Blog de Lenin, Juan Yufra y Urbanotopía

domingo, 20 de julio de 2008

LOS ENCUENTROS DE ALDO DÍAZ

Encuentros repulsivos y ridículos de Jesús Aldo Díaz (Arequipa, 1974) nos transporta, —en cada uno de sus dieciocho relatos, y a través de una descripción llana, sórdida, absurda y a veces también grotesca—, a una realidad social (¿realidad peruana?) donde cada personaje tiene un comportamiento, cotidiano en algunos casos, mientras que los restantes se encuentran en pleno proceso de decadencia (algo que, en nuestros días, se considera, abslutamente, dentro de "lo normal").

Así, el texto, dividido en cuatro partes, en las cuales se mezclan algunos cuentos de Compartiendo la felicidad (Lima, Lago Sagrado Editores, 2000) y los 6 que conforman La conquista de Europa (Editorial Icimavall, 2003, texto con el que, además, alcanzó el Primer Premio Internacional de Relatos “Los Cachorros” del Instituto Cultural Iberoamericano Mario Vargas Llosa-Icimavall), se convierte en un portarretrato donde cada historia nos expone «que lo raro, lo extraordinario y lo sobrenatural suceden en un mundo normal; pero del cual ya no se tiene tiempo para ver, oler, escuchar y saborear».

Por ejemplo en la primera parte Fragmentos del discurso 1 hay cinco micro relatos, donde lo paródico respecto a nuestra “humanidad” se describe a través de fragmentaciones, diálogos interrumpidos, monólogos casi interiores, —una especie de discurso posmoderno, muchas veces banal (El rechazo fugaz por ejemplo, donde Díaz recurre al diálogo realizado a través del chat)— en el que los protagonistas, sin ningún contexto de ubicación espacial, llegan a ser el mismo lector, quien queda, al final del relato, hecho un “perfecto cojudo” (Las cosas son así); o llega al éxtasis de la sorpresa (De lo mortal a lo inmortal).

Luego continúa Lo repulsivo; cuatro relatos extensos con historias que, esta vez, sí cuentan con un contexto inmediato que va desde una innombrable ciudad capital (El desarrollo humano), la gran urbe mistiana (La amnesia feliz —para mí el mejor relato de todo el libro, donde la historia se construye a través de e-mails enviados “en cadena” de un personaje a otro reconstruyendo la historia de un encuentro frustrado entre un muchacho y un grupo de homosexuales, producto de un exceso de alcohol; y cuya moraleja, al final, despeja cualquier duda que se pueda intuir durante su lectura— y El regalo de cumpleaños), hasta llegar al paisaje serrano y terminar en un conocido puerto sureño: Ilo (La conquista de Europa, el relato más largo de todo el libro: 46 pp. y algo aburrido además). Aquí cabe resaltar que todos los protagonistas principales son varones, de distintas clases sociales y con historias no tan repugnantes como nos sugiere el título de esta colección.

La tercera parte, Lo ridículo, contiene igualmente cuatro relatos —tres de ellos enfocados, esta vez, en casos de mujeres—, sacados de la cotidianidad de la vida, y donde lo ridículo se manifiesta en los encuentros y las confesiones de sus protagonistas, cuyas historias tienen un desenlace final que puede parecernos terrible y, a la vez, tan normal, que no hay ninguna necesidad de cuestionarnos, sino de censurar más bien dicha normalidad. Así por ejemplo, en La zanahoria y el conejo el posible encuentro entre dos grandes amigos de la infancia (un eterno enamorado de la compañera de clase) se transforma súbitamente en un desencuentro al saberse ya extraños, y marcados por la indiferencia que el tiempo construye; y en El desliz de la reina la confesión de la protagonista a su cliente de turno puede parecernos repulsivo y hasta estúpido, por no encontrar una excusa “razonable” para explicar el ejercicio al que se dedica.

Finalmente, Fragmentos del discurso 2 —última parte del libro—, nos vuelve a conducir al mismo discurso de la primera parte, sólo con la diferencia de que aquí se logra percibir un atisbo de reflexión en alguno de sus “fragmentos”. Son cinco micro relatos (el primero El hombre creador de apenas tres líneas) donde una realidad «cotidiana» es atravesada por la exploración casi sobrenatural de lo sagrado (El hombre creador y La enseñanza desconocida), que sorprenden por su simplicidad y un lenguaje directo (sin metáforas) que Díaz pretende dominar de una manera casi maestra.

No hay mucha información acerca del autor y su ligazón a la intelectualidad arequipeña surgida en las últimas décadas; por ello Eduardo Gonzáles Viaña ha dicho que «estamos hablando de un escritor insular. Díaz es insular, solitario e implacable». El descubrimiento que tuve de él fue gracias a un amigo que generosamente me prestó el texto. Sólo así he podido disfrutarlo y creer que algo estupendo puede venir más adelante. Y puesto que no hay altibajos notorios en este libro, estaré atento a futuras publicaciones, ya que Díaz es un escritor que promete, que promete más de lo que en este libro se percibe.

Encuentros repulsivos y ridículos, 143 pp.
Jesús Aldo Díaz
Lima, Editorial San Marcos, 2003.


Más sobre el autor, ver el aleph y ufn

jueves, 10 de julio de 2008

LAS «POSIBILIDADES» DE ROCÍO SILVA


Aunque sin mayores méritos, salvo el tema del que habla la poeta: «mujeres […] violadas y violentadas por el personal militar cuando muchas veces sin motivo alguno, fueron acusadas de terrorismo. De la misma manera, los miembros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru secuestraron a muchas jóvenes bajo el pretexto de la militancia guerrillera pero con la finalidad última de convertirlas en esclavas sexuales (p. 11)», Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963) fue galardonada por Las hijas del terror con el Premio Copé de Plata en la XXII Bienal de Poesía, premio Copé, que organiza PETROPERÚ, en el año 2005.

Ya desde el inicio del texto Rocío ingenuamente se excusa (y se justifica) diciendo que el texto es «un intento por poetizar el miedo, el dolor, la indiferencia y la crueldad. No puedo hablar “en vez de” las mujeres que sobre sus cuerpos llevan la marca del sometimiento y la humillación. Trato de acercar mi palabra, en la medida de mis posibilidades y limitaciones, a las huellas que sus cuerpos dolientes han dejado sobre todas nosotras y nosotros, huellas que con increíble autoritarismo monologante la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar (Ibíd., subrayado mío)».

Sin embargo, más allá de esta “pretensiosa” reflexión, casi nada de esto ocurre. Al terminar de leer el libro, uno se da cuenta que en realidad la mayoría de los textos (salvo excepción de los poemas de las páginas 17, 19 y 20), sólo son confesiones —casi existenciales— de mujeres de la clase media capitalina (y por ende urbanas) que no vivieron directamente estos sucesos, y donde el cuerpo y el dolor —característica de sus libros anteriores— sumados a la soledad, se asocian para darnos una lectura más urbana (obviamente) que campesina (o “andina”) de este conflicto que Rocío en un principio “intenta” poetizar.

Así en el poema de la página 16 nos dice: «No quiero morir / sólo descansar / permanecer suspendida como una nube / flotar y dormir / arder y perder la forma / como un gas evanescerme / a lo largo de un extenso territorio / fugar del cuerpo / extenderme hasta llegar al lugar del vacío // No quiero morir / sólo hacerme daño / un vidrio una estaca un punzón / cualquier cosa que me agreda un poco / algunos tajos cerca del talón / una gillette como un pincel / la paleta empapada de rojo / la nariz también enrojecida / endurecerme / una roca maciza / un monolito de carne.»

De esta manera, se puede entender que el discurso va más allá de los atisbos de aquella reflexión —casi— existencialista de la que hablé líneas arriba, hasta llegar a esa etapa patológica que todas las grandes urbes tienen: el intento (autodestructivo) de suicidio: «me tomo una taza de café / y dos lexotanes / y dos urbadanes / y dos actifeds / y me vuelvo a tirar sobre las sábanas / me acurruco entre las frazadas / para no escuchar ni sentir // y quisiera apagar la luz / clic / para siempre. (p. 23)»; producto talvez de las peripecias que dicha clase media pasó en el quinquenio 1985-1990: «Yo abro las piernas y dejo / que él fornique sobre mí como un cerdo / como un cerdo rosado / —frota tu sucio placer, ¡frótamelo!— / por un kilo de azúcar / una lata de leche. (p. 34)»; «Domingo. Despierto con el ruido del mar / golpeando la pared del acantilado / tengo el libro de Eliot sobre las piernas / al frente, en la cuna, la niña infla los cachetes y parece / que va a pronunciar la magnífica palabra. (p. 33)».

También es notorio, que, en algunos poemas, Rocío Silva se deja ganar por una sociologizante “perspectiva de género (poético)” —«Pobreza: ¿es o me parece nombre de mujer? (p. 32)», «es absurda la frivolidad de este sufrimiento, lo sé, / estudio el sistema sexo-género / la ciudad y la individuación / pero más allá de mi razón / algo supura (p. 36)» —, y una ineludible y temporal “retórica posmoderna” —lo que ella llama, al cerrar el libro, “mixes y samplers”—, algo que, creo, es totalmente válido, pero que, de alguna manera, desvirtúa el metarelato que ella misma plantea al comienzo, pues, «no hay cuestión de género que condicione el discurso ni la lengua: son la identidad y la pertenencia, ahora sí, las que señalan el espacio de acción», dice Ramiro Vicente, respecto a este texto.

Quizá una bondad (?) del libro radica en ese trabajo de imaginación (no palabra imaginada) cercana, en algunos casos, a la de telenovela mexicana (véase el título): dramática, emotiva y mediatizante, donde la mujer se hace la víctima (o se victimiza) cumpliendo perfectamente su rol de mártir (no por que ella lo quiera, sino porque así estipula el guión), sin que, por ende, no haya nada reivindicativo: «no más, por favor, no, no, déjenme morir / cuatro cinco seis / ya no, Dios, ya no, ya no / siete / estaba completamente muerta, muerta, muerta, / ocho (p. 21)»; «ya no más, ya no más por favor / no apagues la luz, deja eso, / no, no lo hagas, / ya no quiero, no me obligues / me duele, no me trates así (p. 66)».

Y salvo algún atisbo de reflexión en dicho guión «Una sombra en la azotea desaparece / ante el primer rayo de sol / son el mal y el pecado que huyen / para luego asaltarme por la espalda. (p. 47)»; «acá está lo tan esperado, papá —grita / un precioso bocado de tu propia carne / me arrancho el trozo y te lo devuelvo / y no me vuelvas a llamar bastarda / come de mi carne (pp. 64-65)», la poeta (no sé si intencionalmente) se convierte en la constructora de una realidad demasiado centrista, lo que llamo simplemente como la “versión del fizgón”, y que da paso a la descripción de una realidad “hegemonizante” de la que toda metrópoli se jacta para saberse conocedora de su misma periferia.

¿Sino, por qué asumir la voz de otras personas, así sea, si éstas no tienen los medios para hacerlo? Santisteban cae, pues, en lo que ella misma ha dicho con respecto a Cecilia Valenzuela, ha utilizado ese estilo testimonial “no personal” del conflicto interno «para convencerse a sí mism[a] de su bondad: asumiendo que el otro, […] es un ser que debe ser tutelado y encaminado por la vida»; por ello, no me parece que quede librada de la “demagogia y del populismo” tal como manifestara Javier Ágreda, respecto al libro.

Para terminar, tal vez, sería bueno recomendar para más adelante un buen tema para que Rocío Silva escriba: el problema de las “Trabajadoras del hogar” algo que supongo, sí debe estar más cercano a su entorno y donde ella probablemente sí sea una testigo fiel y de esta manera pueda retratar lo que también «la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar»; pues no creo que ellas también crean que «Gozar y moverse, gozar y moverse, gozar / y moverse: a eso debería estar resumida / la historia de la eternidad. (p. 39)».

Las hijas del terror, 81 pp.
Rocío Silva Santisteban
Lima, Ediciones Copé, 2007.


Más sobre la autora, ver su blog, Ciberayllu y Ramiro Vicente

miércoles, 14 de mayo de 2008

GEOGRAFÍA(S) DE LUIS PACHO


Vivimos en la desmodernización (a partir del momento en que disminuyó el control de la sociedad sobre sí misma, y en especial cuando, luego del éxito del Estado de derecho monárquico y después el del Estado nacional republicano, la democracia social y el Estado-providencia, se produjo el gran desgarramiento que separó a la economía globalizada de identidades que dejaron de ser sociales para convertirse o reconvertirse en culturales) y no en la posmodernidad, dice Alan Touraine. Sin embargo, —y para nuestro modelo de sociedad(es) latinoamericana(s) en la que vivimos—, muchos economistas (y sociólogos) continúan repitiendo que la «tradición» no es compatible con la «modernidad» (separación de “naturaleza” y “Sujeto” combinada a la asociación “crecimiento económico”-“individualismo moral”, en el marco del “moderno” Estado-nación: Touraine).

Pero, ¿hasta qué punto podemos estar de acuerdo con ello? En Geografía de la Distancia del puneño Luis Pacho (Laraqueri, 1969), —a pesar de vislumbrarse dicho enfrentamiento—, esta relación más bien parece todo lo contrario, el juego pasado-presente-pasado es ratificado cuando se afirma que «Ante la amenaza del crepúsculo de rociar / todo lo que resta con el color negro de la noche, / nos quedan los viejos ceramios / o las bancas olvidadas de los parques (p. 16)» o cuando «Detrás de las palabras / que aún sacuden / el desvelo de antiguas memorias, / una ciudad se desploma […]. Sin embargo en esta calle / por donde nunca nos hemos ido / los musgos nos abrazan / tibiamente los tobillos (p. 31)».

Esta especie de complementariedad —ya etiquetada como «posmodernidad(es) andina(s)»—, existe porque dicho juego dialéctico se refleja a través de la alusión —geográfica— de “lejanía” a todo lo que modifica y construye al mismo hombre: el paisaje, el tiempo, el poblador local, los lugares míticos que tiene algún tipo de significancia (tal vez divina), los familiares próximos (y también los que han muerto), las comarcas, villas o centros poblados rurales con sus pequeñas casas vistas como acuarelas costumbristas, y finalmente al pasado; pero también al presente, que se vuelve nuevamente pasado. Como dice Pacho «todo podía formar parte del mismo instante, (p. 55)».

Estas referencias —del pasado sobre el presente (o viceversa)—, se nombran o se insinúan, pero no como una posición de vieja añoranza romántica («utopía arcaica» según Mario Vargas Llosa), sino, como una forma de seguir siendo apátrida, distinto, uno mismo, sin eras...; y por el hecho de que uno, también, puede vivir sin tiempo —o su contexto—, mas no detenido y esperando que occidente lo clasifique y lo denomine, extremadamente, como subdesarrollado. De ahí que Pacho diga irónicamente que «Ciertos arqueólogos buscan / evidencias concretas de nuestro pasado (p. 73)», las cuales no sabemos si aún han sido encontradas, ya que «Nosotros supimos del tiempo / cuando viramos al olvido el rostro / de los siglos amontonados a la intemperie (p. 68)».

Aquí radica el secreto de este texto: la llenura de una simbología mítica, ancestral, —oriunda digamos—, la misma que permite que los versos puedan subir hasta los más altos niveles de su propio lirismo (¿quién puede juzgarlo, o cómo se le puede interpretar?, véase por ejemplo la poesía quechua recopilada por Arguedas) y su poyesis: «Un colibrí vuela buscando / un pedazo de / vacío azucarado. […] Y entre la manera / cómo el silencio descubre / mis párpados entumecidos, / la distancia es alguien / que construye mis ojos (p. 37)».

Y es que todo lo que se ha dicho de lo nativo ha sido siempre desde la distancia, bajo esa posición que Partha Chatterjee denomina «la cuestión de [la] incomprensión cultural»; es decir, cómo el “otro”, o el occidental, nos ha construido; y, más cercanamente, cómo también nuestra propia metrópoli lo ha hecho; cómo hasta ahora continúa haciéndolo —con demasiada “pretensión”—, con ese desentendimiento y ese «canon» aplicado hacia cualquier tradición cuya vigencia no es, por decirlo así, occidental, (el conflicto entre andinos y criollos surgido entre ellos por ejemplo, el indigenismo para nosotros, o la actual folclorización de lo no criollo). Pero también, y gracias a esto, cómo también “nosotros” nos hemos construido.

No intento decir que Pacho es un poeta quechua (o aymara, dado su origen), sino, más bien, hablo de un poeta tras una búsqueda en su propia mitología, y, en todo caso, también de un hallazgo: un lirismo rural (tomando lo rural desde las perspectivas de la “nueva ruralidad” en la sociología) que mezcla lo cotidiano, lo urbano y lo rural, con el mito, la tradición y el progreso —como un círculo—, pero no de manera atávica; por ejemplo: «[…] en algún rincón / de su memoria pueblerina. // No importa si a su lado se acumulan / los años como sierpes envenenadas. (p. 41)»; o en «DETÉN LOS / CALENDARIOS, / PACHAMAMA. / CUELGA / ESTA NUBE / VIAJERA. / VELA SU / FORTUNA / NÓMADA, / SU DESVELO / DE SUMAS / INSOLUTAS (p. 28)». Todos en un mismo contexto: el altiplano con su gran lago, símbolo del origen: «Detrás de un espejo azulino / que cobija cielos y leyendas, / el lago es el destino de hombres gaviotas. (El embrión nativo, o concreción vital / de rostros milenarios) […] y de ciudades dormidas bajo el lecho de su / mitología. Las nubes son los rostros / que la edifican, los que habitan sus lejanas travesías (p. 71)».

Y esta tradición, a la vez, se contrasta con aquella modernidad propia de su misma marginalidad dentro del espacio nacional, la misma que también ha parecido aberrante (o mal concebida), como el surgimiento de Juliaca por ejemplo, —dicho sea de paso, contexto más inmediato de (des)modernidad en la periferia de Puno—, que crece acompañada del desorden, el caos, con una disposición brutal (sin lástima alguna) y azarosa de su granulometría y sus calles; la que finalmente y de alguna manera trastoca —para los “otros”— la racionalidad de sus habitantes, también de origen altiplánico: «La calle hizo mi sombra / bajo hojas de otoño / y como buses del día. […] Todo termina en un día / parecido a la vida y a la muerte (p. 18)»; «Tiempos que coronan las mismas / horas. El hielo en el fondo de / una vieja laguna. […] Salir airoso del trueno. O doblar una simple / esquina y perecer al filo de una noche / sin responder a tu propia sombra (p. 36)».

Pero la modernidad también muestra su otra cara, y está presente en ese aire ineludible de Oquendo: «LOS ROSTROS / DISPERSOS DE / LA CIUDAD / INVENTAN UN AUTOBÚS / PARA LA LUNA, / LA TARDE VISTE / OTRA SILUETA / EN EL TRANVÍA / DE SIEMPRE / Y LOS DÍAS / ATRAVIESAN / SIN PRISA / LAS CALLES VACÍAS / DEL VECINDARIO (P. 25)». Y va por otros extremos: «Cuántas horas apátridas buscarán / la partitura del silencio que nos manchará / la frente y la espalda con su hoja de dudas. […] al compás de nuestros huaynitos de moda (p. 20)»; «[…] siempre decían que venía / otro día al final de la tarde (p. 32)»; «Sé que la tarde / deja de correr para darnos la espalda. […] Sé del hueco […] Que oculta las apariencias ruinosas / de la tarde mientras huye con la / mancha del tiempo en mis costillas. // ¿Y SI ES LA MARCA DE SANGRE / QUE DEJAMOS EN EL MISMO / INSTANTE DE LA MUERTE? (P. 23)».

Finalmente, puedo concluir al terminar de leer este libro, que desmodernización y posmodernidad son sólo otros “mitos” que el hombre (re)inventa para seguir tratando de entenderse (y no para entender); y lo que definitivamente cuenta no es ello sino la distancia que uno escoge para vivir, para ser uno mismo, sin permitir que con esto se nos continúe etiquetando. Al diablo entonces con la des y la pos, que eso también es válido. Quizá lo único que nos sirve para seguir teniendo esta distancia, es saber que «Un poema duerme al filo de un lápiz (p. 56)» y puede ser escrito con «La misma palabra / que me puso el nombre (p. 44)». Ya que como todo cambia pero sigue siendo lo mismo «Viejos caminantes verán partir [más allá de nuestro tiempo, estas terribles y] lejanas historias (p. 38)».

Geografía de la Distancia, 83 pp.
Luis Pacho
Lima, Arteidea Editores, 2004.


Más sobre el autor, ver Urbanotopía y Gustavo Tapia

lunes, 5 de mayo de 2008

EL SUPERREALISMO QUE ES «NADA»


Hay escritores que sólo escriben dentro del «canon» que establece la metrópoli, y de pronto, son universales, cosmopolitas, se autodenominan “ciudadanos del mundo”, conocedores absolutos de cualquier realidad, como si todo fuera homogéneo. Sin embargo, hay también escritores que, partiendo desde su propia periferia, cogen dicho «canon» y lo hacen suyo, le dan otro “rostro”, otra identidad (caso Arguedas, Churata, Vallejo u Oquendo por ejemplo; o como el desarrollo de cualquier cultura). Y esos son los que más me gustan, porque tienen más oficio, porque siempre están al límite de la resistencia por la diferencia (ese enfrentamiento “brutal” con la palabra) para que el «nosotros» siga existiendo; y porque su trabajo es una lucha constante por la defensa de aquello que el «otro» considera inferior o incivilizado.

Y es ahí donde considero al poeta Luzgardo Medina Egoavil (Arequipa, 1959), no por exceso de halagos, sino por su trabajo silencioso, el que a pesar de haber sido merecedor de innumerables premios y distinciones (Premio Nacional Cesar Vallejo del diario El Comercio y mención honrosa en el III Concurso Nacional de Poesía de la Asociación Cultural Peruano Japonesa en 1994; mención honrosa en el premio COPÉ de 1993, luego dos veces finalista (1995-2005) y recientemente, tercer lugar en el mismo concurso; entre otros), todavía sigue siendo invaluado, desaparecido en los estudios y las antologías que la metrópoli produce —sobre todo de la etapa «sinonímica» que algún aprendiz de historiología ha denominado como generación de los 80—.

Sin embargo, y al margen de ello, es bueno reconocer —más allá de lo local—, a Jorge Cornejo Polar como uno de los primeros en decir algo acerca de este poeta. Cuando se publicó Ad Libitum (Premio César Vallejo) en 1995 escribió en la contratapa que «la fuerza del impulso poético [de los poemas del texto] es como un viento que envuelve y transfigura (casi) todo. El pasado y lo presente, lo regional y lo universal, el paisaje y las comarcas interiores, los viajes siderales y el transitar del alma, la subjetividad y la otredad». Y sobre el lenguaje, que «concurren entremezclándose un surrealismo puesto al día y lo coloquial purificado aunque sin duda es una imaginación sin fronteras el verdadero secreto de su poder».

Y es justamente desde ahí que, líneas arriba, hice referencia sobre el escritor que coge el «canon» y lo hace suyo; porque el superrealismo de Medina no es el manifestado por André Bretón, luego importado por César Moro; sino más bien es más nuestro (más autóctono, digamos): mezcla de lo irracional en un contexto racional “andino” (palabra que, por cierto, no me gusta, pero que utilizaré hasta encontrar otra mejor) —una especie de antagonismo al realizado por el otro bueno: Juan Cristóbal—, con ribetes de barroco (paradigma de nuestros orígenes como disolución), cierto coloquialismo, y mucha carga de ironía —sátira, donaire digamos— que hacen de Nada —sétimo trabajo del poeta y finalista del Premio COPÉ de poesía 2005— uno de los mejores libros publicados en el año 2007, a pesar del premio y a pesar de las listas que aparecieron en algunos diarios de Lima.

Por ejemplo, en la página 19: «En primavera el maya contaba historias con su dedo nocturno, / Es fácil advertir que lo hacía alrededor de una fogata mientras / El viento dormía patas arriba, la luna miraba detrás de todo, / Detrás del mismo detrás. Más al sur el aymara estiraba la piel de su / Existencia con cuatro estacas, sin ninguna malicia, pues solamente / La malicia es patrimonio de quien hace milagros en el interior / De un avión fantasma que cubre la ruta Mentira/Verdad/Mentira / Por tan sólo 20 luciérnagas antes de morir somnoliento y ciego. / El quechua seguía esperando el retorno de su padre inca, ya que / Le había sido revelado en sueños que cuando las rosas ardan / Sobre la desgracia y la luz como un perro sin nombre camine por entre / Las tumbas de las torres gemelas volverá el Señor de la Eternidad, / Obvio, que este Gran Señor era conocido como Apu Tiqsi Wiracocha».

Pero, más allá de este referente, en realidad, Nada nos conduce a ese tema universal de nuestra existencia: la muerte, es decir, nuestra «no existencia» simbolizada a través de la palabra “nada” (antítesis de todo lo que “existe”), la que es sumada «a ese laberinto imaginativo [discurso poético plural, impregnado de una magia surrealista admirable], una honda meditación sobre el misterio de la vida y el hombre (José Gabriel Valdivia)»: «La nada existe con su tos tísica, pero existe. Herida, lisonjera, / Sin sostén, con sus cejas indecentes, con su árbol proscrito, existe. / Con sus hombros lácteos que provocan besarlos, con su biografía / Recién escrita en los manuscritos del aura y con sus bosques de / Música líquida la nada se pasea oronda delante de quien la negó. / Somos —no se olviden— la imagen y semejanza de la nada purísima (p. 73)».

Y, ¿Por qué Nada y no Adán?, se pregunta Ladislao Plasencky en el prólogo; porque «el poeta cree profundamente en el misterio de las cosas. Cada verso es una metáfora, una alegoría o un símbolo de algo. En este libro se acerca (armado de lanzas, de huesos y mil escudos nadánicos de jade) a la cima total de la fantasía, el barroco y el surrealismo»; y porque, además, finalmente todos estamos construidos por la nada: «¿Acaso le ganaste la batalla a la muerte, a esa inocente muchacha / Que va temblequeando por el cementerio matinal, delante de la mula, / Del enano legañudo, del eunuco que guarda hostias en sus bolsillos, / Del bandido que se pasa la vida robándonos el aire, de la lesbiana / Envuelta en un manto de abejas tiznadas, del gay sin cabeza? […] La lucha, entonces, no es contra la muerte, sino contra la nada, / Contra la nada ascendente, obsesiva, desolada y renqueante (p. 45)».

Vuelvo entonces nuevamente a JGV: «La tensión entre lo fantástico y lo reflexivo, se trenzan a menudo en efectos felices que el lector atento descubre con fascinación y arrobamiento. Esto le da a su poesía un matiz esencial y lo aleja de la aparente superficialidad». Así es: «No sabías o no aprendiste a llorar, es que llorar es un / Privilegio de los genios. Si alguien llora por llorar, / A cualquier hora, pone en peligro al género humano. / Una lágrima fingida puede causar un mal paleolítico. (p. 59)»; «Jamás la historia hablará bien del olvido y de los psiquiatras, / Jamás el beso será blanco en la cara del muerto imaginario. […] Jamás el espejo reflejará el rostro del amor y del sueño, / Jamás la luna jugará ajedrez con el destino tuyo o mío, / Jamás nuestra memoria se arrastrará como filosofía servil. […] El universo, así como las mayúsculas, sigue creciendo en / Su laberinto, no por simple alquimia o vacía exaltación, / Sino porque la historia solamente guarda silencio / Y el silencio está hecho de retórica y crueles diabluras. (pp. 21-22)».

Y es que, todo este “efecto feliz” causa una asombrosa reflexión de las cosas más simples y cotidianas: «Qué gordo el vacío que llama por teléfono preguntando por nadie, […] Qué gordo el viento que se lleva nuestra desesperada mitología. (p. 58)», luego se transforma por arte de magia (No en vano se cita a Bagdad) en poesía: «Tener una caracola o un violín puede ser lo mismo, el caos —todavía / Hermoso— trae las palabras más veloces y da gusto exterminarlas. (pp. 47-48)», o meras cavilaciones de nuestro propio origen «Vivo prestándome días de otros: del que duerme sobre una alfombra, / Del que alumbra en la oscuridad con una de sus lágrimas, del que / Viene desde nada con nada, del que huye de su propio semen. (p. 24)» para terminar nuevamente en la magia-poesía: «Encontrarse —de pronto— con Kafka y decirle que la muerte no es sino / La reliquia que a todos nos toca. (p. 65)».

No hay duda sobre esta imaginación desbordante que Luzgardo nos dispara a mansalva, y de la que, además, se podría seguir hablando; pero mejor concluyo tentativamente con esta afirmación que Plasencky hace sin ningún tipo de reparo: «con su estilo y técnica ha creado un hueco negro en la Poesía Peruana. Es decir, se alimenta de luz, de naturaleza, de astros, de seres indescriptibles, de vida cotidiana. […] [puesto que] quien se mete en esta selva enmarañada de belleza, corre el riesgo de quedar encantado y no salir jamás».

Nada, 75 pp.
Luzgardo Medina Egoavil
Arequipa, Editorial UNSA, 2007.

domingo, 23 de marzo de 2008

LA “HORRIBLE” DE MANUEL FERNÁNDEZ


Mi primera pregunta es si este texto ¿es la reconstrucción, o deconstrucción de la historia?, y la segunda es si ¿se trata de la historia del Perú, o es solamente la de Lima? Y luego me asaltan otras dudas… Sin embargo, leer Octubre de Manuel Fernández (Lima, 1976) me hace percibir una cierta nostalgia del autor por la Lima de antaño —aunque no similar a la de ese estupendo libro que apareció 42 años antes que éste—, y supongo, debido a esa gran transformación urbana que Lima empezó a sufrir, sobre todo en la última década del siglo que ya hemos dejado.

Pues todo va cambiando: la arquitectura, las calles, las autopistas con puentes a desnivel (o by-pass), el crecimiento de la periferia, la población "desbordante" (léase Matos Mar); pero menos la esencia de la ciudad, que sigue siendo la misma y, además, única y auténtica testigo de los acontecimientos que marcan esta transformación: la llegada al poder del General Juan Velasco Alvarado en “octubre” de 1968, y el denominado «autogolpe» realizado por Alberto Fujimori en abril de 1992.

Así, estas dos fechas se convierten en hitos importantes, usados técnicamente para «narrar», apelando a todos los recursos posibles de la poesía —o viceversa como apuntan Javier Ágreda o José Miguel Herbozo—, una historia «civil»; digo, desde la perspectiva en que puede tratarse tanto de la historia de la misma ciudad o de su arquitectura, o, en el mejor de los casos, el de una pareja de estudiantes universitarios que viven —y en todo su esplendor— todo el impacto del golpe de estado a finales de 1968.

Pero no sólo la ciudad es testigo de estos acontecimientos políticos violentos, sino que su arquitectura también es testigo de una insostenible y perversa violencia del hombre. Es así que «Ella» —me parece— representa no sólo el personaje historiado en este libro sino, también, es la misma ciudad y sus transformaciones, y es también —con sus diversas ambigüedades—, antigua y moderna, la «ARQUITECTURA nueva sobre la ciudad vieja / tensiones / entre lo armónico y la diletancia / tensiones / SENSUALIDAD PRECISA DE LOS CABLES Y DE LAS VIGAS // agregados modernos sobre el diseño antiguo»; y que vista desde la nostalgia, termina recuperada pero siempre enferma, en manos del enigmático «Doctor Lu» (¿«Él»?, ¿Manuel?; ¿o un álter ego de ese personaje siniestro «de ojos rasgados […] [que mira] todo detrás de lentes oscuros» y detrás del poder en la última década del XX?), del que sólo «corrientes de aire los separan» y quien es, y a propuesta del poeta, el que —por último— «tiene la palabra».

Y es que Lima, siguiendo la nostalgia de Manuel, «a veces cree ser adoptada», lo que no deja que exista una relación intimista entre ambos, pues ella «ama al médico. / Pero [es] su padre [quien] se opone», y porque «Ella» sólo es (o construida, digamos, como) una «ESCULTURA HECHA CON ARENAS DE UNA PLAYA INEXISTENTE».

Parece también que es desde los Escenarios para puentes / —1972—, segunda parte —de un total de 10— del libro, donde Manuel (y por la fecha) comienza a vislumbrar ese cambio plasmado más adelante en Escenarios de la duda —sin tiempo para las dudas— (ojo: «sin tiempo»); pues éstos tienen un significado especial: edificios, autopistas, miradores —desde donde se ve 1992, o los tanques en palacio de gobierno—, velocidad de automóviles, modernidad y suicidas, etc.: «espacios para la contemplación de aquello que nos pasa y nos saca ventaja»; «movimientos de timón en direcciones opuestas»; «Autos sobre la pista casi nos arrancan las piernas»; «…es necesario saber que a veces los puentes se llenan de bruma y no sirve transitarlos porque no sabemos a dónde darán a parar…».

Y quizá es de ahí de donde parte esta nostalgia, de no saber «a dónde darán a parar», es decir la Lima citadina de «puentes solitarios de factura municipal» a la Lima Metropolitana de puentes «dispuestos para contemplar la periferia», y luego de ésta, a una Lima Megalopolitana (y desbordada) de «puentes de noche inmóviles sobre la velocidad de los automóviles que pasan apresurados sin mirar arriba por tener que mirar siempre abajo» (y continúa: «tradición que recién empieza y que nos estira sobre la nada»). Y saliendo de otras dudas, finalmente, creo que las respuestas a esas dos interrogantes que me hice son también la segunda opción de cada una de ellas.

Octubre, 93 pp.
Manuel Fernández
Lima, Estruendomudo, 2006.


Más sobre el autor, ver Urbanotopía y el blog de Pedro Granados

domingo, 3 de febrero de 2008

IRONÍAS DE FE-LIPE RUIZ


La denuncia social, la violencia sexual y familiar expresada en la violación y el incesto, dentro de una realidad absolutamente urbano marginal, son sólo un pretexto —como una cortina de humo— que utiliza Felipe Ruiz (Coronel, Chile, 1979) para enmascarar el tema central en este texto: el autor frente a la palabra, el poeta frente a los versos: el escritor frente al lenguaje.

Y es en esta particular reflexión que desde el inicio, Cobijo —nombre del texto, e irónico a la vez si lo vemos desde la denuncia— se viste en metáforas sumamente fuertes: «ELLA LO AMA PERO NO ESTÁ ENAMORADA / ÉL OMITE ESO DE SER MEJOR AMIGO Y CONFIDENTE / OMITE ESO DE QUE LOS PADRES NO PREÑAN A SUS HIJAS». (ELLA: palabra, verso, poesía; Él: escritor, poeta, Felipe Ruiz).

Y así, «la madre abuela / el padre amante», «abrazando la lengua madre tierra» justifican lo cruel que puede ser una violación incestuosa a través de un acto de fe (otra vez la ironía: el libro dividido en tres partes y un poema que señala el signo de la cruz en la p. 37) y de creación, ya que, en un acto humano y de mero respeto a la integridad, lo que llamamos moral, se exige que «para nacer de nuevo // NO DESEARÁS A TU MADRE / [y] NO DESEARÁS A TU HIJO».

Sin embargo, Ruiz en un acto subversivo, explicado sólo freudianamente, de alguna manera, justifica en el poeta (o escritor) cualquiera de estos actos o aquellos realizados en la tríada madre-padre-individuo y que en nuestro tiempo son vistos como acto de enfermos mentales, ya que «estos vínculos incluyen los instintos de vida y muerte, del Eros y del Tánatos, en su relacionabilidad, y en los sentimientos, pensamientos, representaciones, sensaciones, impulsos, deseos, etcétera, del individuo (Saúl Peña K.)».

Entonces, sólo así el poeta —sigo en la posición de Ruiz, no en lo que escribe, sino en la de él mismo, como creador— vendría a ser un ser totalmente enfermo, estancado en su tribualidad, con sus instintos primigenios desbordantes, de perpetuación (re-producción en este caso): «fui niño / ahora soy tu hombre / ahora probarás / el miembro / que te dio vagina», y que no sólo es de padre a hija (escritor, poesía), sino también de hijo a madre (escritor, escritura): «probarás el credo del cerdo que fue tu hijo».

Pero no nos asustemos, pues aunque parezca brutal, repito, Cobijo es sólo un ejercicio reflexivo (y necesario), un arte poética quizá en pleno proceso que Ruiz ha puesto en nuestras manos, sobre todo en estos momentos cuando se están publicando miles de libros de poesía en todos los países de habla hispana (sólo para hablar de un referente); pues, el penúltimo texto podría sintetizar esta reflexión, el summun de todo: «ENTRE SUPER CARRETERAS Y SEÑALÉTICAS / ENTRE CUBOS Y NÚMEROS / CARTONEA LA POESÍA / UN IDIOMA DIVINO QUE OLVIDAMOS».

Y claro, sin salirse de su mismo contexto (su misma creación quizá), puesto que la reflexión parte de uno mismo antes que de lo observado: «imágenes precarias / viviendas de emergencia / todos hijastros de madres / todos padres de nietos / todos nacen muertos / toda muerte súbita / nadie es de nadie / nadie de nadie». Sólo así podemos hablar de “transgresiones aceptables”, inmorales tal vez para la sociedad, e inmortales finalmente para el que escribe.

Cobijo, 76 pp.
Felipe Ruiz
Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2005.

martes, 15 de enero de 2008

LO UFANO DE HOCRELUGURAL


La poesía de Lenin Velarde Paredes se inserta dentro de la contra-posmodernidad (término que, por cierto, acabo de crear, puesto que la posmodernidad significa, entre otras cosas, el retorno a la irracionalidad), y Lenin al utilizar la observación, anuncia en el primer verso del primer poema con el que abre el libro: «Todos queremos alardear de la liturgia del cangrejo / mil veces, una vez» lo que podría traducirse como un “retroceso”, o yendo más allá, como una “involución”, pues la liturgia del cangrejo, como todos lo sabemos, en el argot popular significa caminar de costado, o caminar al revés: o hacia atrás...

Pero también podría decir que no, que más bien la poesía de Lenin Velarde Paredes, se inserta perfectamente dentro de la posmodernidad, ya que ésta intenta decir y no decir nada a la vez, y que por ello, en algunos momentos de la lectura, nos deja en la total y plena incertidumbre, etc. Pero no, parte del discurso descifracional del texto lo ha hecho el poeta José Gabriel Valdivia, quien dice que el texto es quizás el «más rebelde de todos […] por la forma y la temática. La inconformidad y la crítica furibunda (al estilo de Ezra Pound) trascienden lo personal de la infancia para instalarlo incómodo y renegado en el entorno social urbano».

De ahí que tal vez me parece que Lenin Velarde Paredes, ufanamente ha escrito Hocrelugural. Y digo “ufanamente”, porque muchos no lo saben bien, pero Lenin cuenta en su haber con varios textos, y uno de ellos por ejemplo, el intitulado “Carol” salio en edición artesanal de 10 ejemplares hace más de 4-5 años y sólo fue repartido entre los amigos más cercanos. Por ello, creo importante la salida de este texto, y sobre todo, la acogida que pueda tener; sólo así se puede dar a enterar a la gente, de los avatares que ocasiona publicar un libro de poesía y de la regular publicación que se hacen de éstos en una ciudad tan metropolitana como Arequipa.

Así también aprovecho para dar a conocer algunos aspectos de la vida de Lenin, pues mientras él «rebuscaba [sus] piojos entre los pensamientos; [y] otros estaban en relación con vicios y cabalgaduras», varios años más tarde se animó a movilizar y editar, —con mucha inexperiencia y muchas ganas—, en medio de una gran efervescencia poesional y junto a este servidor —no por las puras escribo esta reseña—, la revista de creación literaria “Ablaciones”, hito importante, creo yo, en la vida de nuestro amigo, pues ello ha marcado notoriamente en la obra de Lenin, puesto que la interacción que la revista nos permitió con los demás allegados a esta ardua tarea —la de escribir—, nos ha servido, no sólo para conocer grandes amigos, con los que ahora nos acompañamos por estos rumbos versales, sino, además, nos ha permitido que por ejemplo libros como éste, sean dados a conocer y nunca más ser distribuidos clandestinamente, como si nuestro trabajo fuera exclusivo y secular.

Para terminar, quiero recordar a Lenin Velarde Paredes, algo que he venido meditando en estos días y que partió de aquella charla en una tarde intestina de un viernes pasado: la pregunta era ¿Para qué se escribe poesía?, y quizá la respuesta sea, parafraseando a nuestro entrañable Cesar Calvo: para que nuestra tía más querida diga que tiene un sobrino que escribe poesía; o quizá y parafraseándome a mí mismo, por el simple hecho de dar un testimonio más humano y también en estos tiempos posmodernos, más brutal de la vida misma.

Hocrelugural, 48 pp.
Lenin Velarde Paredes
Arequipa, 9no Granizo/Wawasara Editores, 2006.


Más sobre el autor, ver Urbanotopía o su blog
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